Por Itza
Guadalupe Rodríguez Martínez
Sus
hombres tenían la naturaleza de parecerse. En realidad, ella tenía el capricho
de escogerlos: albañil de paso por antítesis, intendente de rutina y velador de
oficina solitaria. También cabían en la categoría, aquellas criaturas que
tuviesen la peculiaridad de ser excelentes amantes anónimos, esos de
insostenible mirada imperativa carpe diem
que tienen un trabajo de sueldo mínimo y nunca les parece menospreciable una cogida gratis. La vulgaridad de esos
hombres, se le había volcado en un milagroso juguete para disipar el tedio.
Ese
tiempo elástico la colocaba cerca del televisor obligado en una sala de
esperas. Buscó sentarse lejos de la guardia
bizarra que comía chicharrones con mayonesa. Quien se chupaba los dedos en
una estancia de aire acondicionado, estilo Barragán, mermando poco a poco, el
ánimo cristalizado de Juana. El crujido de la botana, más la tele, más el aire
y sobre todo, el engomado cabello restirado de la mujer uniformada, todo se convirtió en un lustroso tedio a punto
del grito. Esa escena parpadeante tenía que ser ensordecida ante un
interminable portazo. Pero Juana esperó; porque podía. Juana tenía la valentía
borgiana para hablar de sí misma, porque le era irrelevante tutear la vanidad
ajena. Su naturaleza tenía el inconveniente lógico de evitar a toda costa, la
comprensión existencial de otras personas. Ese tipo de personas que,
irreverentes miran el iris del otro, un sí
únicamente mismo, como un reflejo. Ella había logrado por muchas ocasiones,
evitar a su madre, sus amigas y hasta a los pasajeros de los autobuses. Le
parecía absurdo tener que cargar con el paradigma de los tv shows feministas.
La boca del estómago le taladraba como acetileno, cada vez que miraba por la
ventana del televisor; la escena de la rubia decolorada entrevistando a la
mujer híbrida de más de ocho estómagos postmodernos que, rumiaba su plegaria, agudísimamente intima en fracasos
maritales, a la incrédula longitud de
espectadores en una época sarcástica. Ese lamento, buscaba reflejarse en una
incompatible globalizada mercadotecnia, dedicada a la diversión de las buenas
intenciones. Sin prótesis ni efervescentes filosóficos, Juana sabíase dueña de
una herencia naturalmente pedante, completamente diferente a esa gentuza
televidente y melodramática, que pierden el tiempo en una fila de lástima. Por
ejemplo, en una comunidad rural cuando las mujeres van al molino de maíz, se
forman de acuerdo a un regular turno. Mientras en la gran ciudad de Juana, una
mujer cree que una sonrisa acompañada de una imperativa cortesía, puede saltar
toda esa fila. Juana hizo esto en la parada del autobús, en la caja del centro
comercial y hasta en la sobria fila del banco.
Muy en contra de su necesidad de ser única, tenía la sencillez cultural
de toda una dama de izquierda. Ahora
mismo, se encontraba tentada a entrar con una ponzoñosa disculpa a la
oficina tan esperada, de la cual, ni siquiera se molestó en circundar con el
protocolo establecido, de la llamada previa para una cita. Trató de divagar la
mirada, pero sistemáticamente
reincidía en las tropelías de la vigilante. La escudriñó con la tóxica necedad
de comparar su catastrófico porte de machorra, consigo misma. La sempiterna
sonrisa, resbalaba por la descarada ceja rasurada, el cinturón masculino, que
acentuaba el huevo del vientre. Y ahora,
su decadente manera de recargar los codos sobre las rodillas, descuidaba los
pliegues de la ropa con la gravedad de un vago. Benditamente el examen no arrojó ningún signo análogo, la mujer
seguía moviéndose con la naturalidad de una bienaventurada. ¡No! Ahí estaba, el
detalle del movimiento más sucio, acusando a Juana, ese maldito instante en que
asomaron desparpajadamente las pantaletas de la susodicha. Se le vino
crucialmente la inequívoca imagen, de la modelo posando toda la innegable
elegancia, que proporciona el color rosa palo a un bikini discreto ¿Por qué esa
tan molesta caricatura de mujer, con un cinturón altisonante, había de usar
unos calzones así? Rojos, fiusha, blancos, negros del mismo modelo, eligió
estos. Su tipo predilecto de ropa íntima. Esos calzones habían significado la
antagónica expresión “hacer el amor” (con calzones para la ocasión) y su
indiferente presente categórico del aquí ahora. Quiso patear, morder, pellizcarla
y acabarla, esconder el último rastro de esa tipa. Pero tomó su hasta ahora
bolso, y salió al baño, porque la máscara para pestañas estaba carbonizándole
los ojos. Entró al baño, como la niña berrinchuda ha cerrado la puerta a los
padres. Lloró y gimoteó un poco. Ahora pensaba en lo horrible que era pensar,
que esa policía vulgar era la posible mujer de alguno de los hombres anónimos,
para los que ella, sólo era una puta.
De pronto sus lágrimas se convirtieron
en una urgencia de micción, así que empujó la primera puerta de la hilera de
baños y tras echar un vistazo, la volvió a cerrar, podía elegir uno mejor.
Entonces fue al último, pero la puerta no cedía, pateo con fuerza, y se deslizó
el dorso de una chica. Resulta que parecía una muerta, pero en realidad sólo
estaba ensangrentada y parapléjica de miedo. Juana sintió más asco de este
baño, que del primero, pero también sintió un eco de ternura. Acaricio las
rodillas amoratadas de la adolescente, pero la otra ni siquiera le miró. Pensó
en tirarla de los brazos, pero con ese cuerpo tan entumecido como peso muerto,
sólo le lastimaría, y tardaría mucho lastimándola en ese metódico avance a la
salida. Sólo quedaba el más lógico de los métodos, dejar que se ocupen los que
trabajan para ello. Salió del baño corriendo hacia la policía chupa dedos,
quién seguía el coro del tv show:
-¡Que pase el desgraciado! ¡Que pase el
desgracia…- Juana interrumpió de golpe en la sala. -¡Hay una chica que necesita
ayuda médica, parece que la violaron en el baño!
-No diga eso seño, aquí no ha pasado
nada. Pero para su tranquilidad, ahorita que me desocupe vemos que tiene la
chamaca.
-¿Acaso usted no entiende?- La miró de
soslayo y soltó su chicharrón, no había terminado el programa, pero apagó la
televisión en vista de esa mujerzuela estirada que tenía de frente. Llegaron
hasta el baño arrastrando tanto el odio mutuo, como el tedio de la obligación
humanitaria.
-Seño, pero si esta cabrona es una puta-
Se dirigió con el ceño fruncido a la chica y engrosando la voz chillona le
dijo: -A ver pinche loca, te me levantas y te vas a chingar a tu madre-. La
chica por fin reaccionó y como por arte de magia, revivió y saltó en huida.
Juana se preguntó cómo puede despertar la muerte de un solo golpe.
-No doña, esa chiquilla es una piruja
que viene a drogarse, la muy pendeja de seguro le tocó uno muy cabrón y la dejó
como santocristo, pero bien que se lo busca la nanga-. En seguida, Juana dejó
hablando sola a la vulgar mujer, para ir en ayuda de la criatura anónima. El
pasillo era largo, así que aún pudo verla salir por el lado izquierdo hacia la
calle empinada, le persiguió con cierta distancia para medir sus indagaciones.
No dobló ninguna calle en esa avenida, entró a una casa abandonada y ruinosa.
Las paredes de humedad y orina diluían el escenario en una cincelada sombra. Subió
una escalera, dueña del eco de los pasos perdidos en cada peldaño. ¿Y qué le
diría al reencontrarla, que llevaba consigo algo de yodo y gasas para
curaciones?
Debía pensar algo pronto para
persuadirla de sus buenas intenciones, regenerarla en la institución donde
trabajaba, decirle que aún tenía la oportunidad de regresar al mundo de la
gente educada. Trabajar, estudiar, tener una beca y dejar las drogas. Sí, su
técnica era elaboradamente un himno memorial de la dignificación femenina. Esto
pasaba por su cabeza, cuando intempestivamente ¡traz!, una bofetada espontanea
le tiró contra la pared, resbalo algunos escalones abajo, pero la misma mano
que antes le golpeó, la atrajo de nuevo. La tomó de espaldas y embarró su dorso
en la lamosa pared. Ahora sentía el cáliz y cuerpo de esa orina penetrada en
las superficies. No se defendió, como la policía asquerosa había dicho antes:
-
Ella se lo busca por pendeja-, ni más ni menos le quedó la frase. Ahora el
maldito hacia su rutina, y lo peor, ahora ella necesitaría la publicitaria lástima
de su propia campaña de programas de reintegración social. El hombre no fue tan
malo, primero había sacudido su verga suave y elástica entre sus nalgas, lo
cual lubricó bastante sus labios vaginales, vibrando de adrenalina, después la
jaló del cabello con una cuidadosa manía de dominación suave, como cuando
sujetas la correa a tu perro, para que no se haga daño caminando libre por las
calles. Además, ese hedor dulce de la orina, despertaba en ella una nueva
tranquilidad ámbar, que sedaba sus sentidos, el hombre anónimo finalmente pasó
del primer orificio de Venus al segundo altar de Sodoma, suavizó sus nalgas con
algunos manotazos, y las apretó contra sí, para sostener su cuerpo en vilo. El
respiro del hombre fue un tibio sopor en su nuca, y finalmente una inesperada
dentellada en el hombro, atacó con la venida del buen bálsamo lechoso. Sintió
como resbalaba el líquido por sus nalgas, esa tibia sensación la dejó
entumecida, y se encharcó en el suelo completamente ebria de sudores.
Cuando volteó hacia la escalera, sólo
vio una sombra desaparecer que arrastraba su eco de pasos, cada vez más lejos.
Miró arriba, a donde había intentado llegar, ahí aguardaba la chica,había
mirado todo. Sólo se acercó un poco para tocar sus rodillas raspadas por la
caída de los escalones, y limpió con el torso de la mano la sangre a borbotones
que escurría en su hombro.
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INNATAMENTE JUANA es un cuento realizado por Itza, alumna de 8°semestre de Letras Hispanoamericanas en la Universidad de Colima.
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